viernes, 10 de agosto de 2007

Siempre hay que volver

Enrique Simns es un tipo con una vida rara. Aunque no por eso deja de ser sumamente interesante y bastante atractiva. El tipo publica «El señor de los venenos», un libro en el que relata pasajes de su vida, sus relaciones interpersonales, su vinculación con las drogas y el alcohol, su oficio, sus malas yuntas, y su enlace con el rock nacional entre otras cosas. Pero hay algo, al final del libro, que según él lo marcó para toda la vida y lo lleva consigo como un himno guerrero. Y realmente al leerlo, por ser un hecho verídico y porque creo que es una excelente reflexión, me dieron ganas de contarlo. Simns cuenta que el primer bar que conoció, cuando tenía apenas 12 años, estaba frente a la estación de trenes de Monte Grande, su pueblo natal. Estaba con su amigo José, menor que él, y ambos se escapaban de sus casas para ir a ese bar en el que pedían una ginebrita. A pesar de las risas y las bromas de los parroquianos -según cuenta Simns- con la inmoralidad de los hombres de la noche, la ginebrita llegaba a sus manos. Y a ese mismo bar iba un petifo con fama de gran peleador, pero él nunca lo había visto en acción. Sin embargo una noche entró un hombre verdaderamente grande, musculoso, con aspecto de obrero de la construcción o ferroviario, de andar fiero y mirada esquiva que pidió un café. Y palabra va palabra viene entre el petiso y el grandote, el caso es que salieron afuera a pelear. El petiso le dio para que tenga, pero el grandote se levantó, se sacudió la ropa y siguió, y el petiso otra vez le dio para que tenga y para que guarde y otra vez se levantó el grandote siguió peleando y nuevamente el petiso le dio -esta vez- para que tenga, para que guarde y para que archive; pero el grandote se volvió a levantar dispuesto a seguir peleando. Los que rodeaban a los contincantes comenzaron a decirle al petiso que podía venir la policía y que era peligroso seguir con esa riña. El petiso dejó la pelea y se fue. El grandote volvió sacudirse la ropa, y así, medio destrozado, entró nuevamente al bar y se tomó el café casi frío. Después pidió otra taza y mientras se la traían, mirando al mozo y a los dos chicos, dijo «hay que volver... siempre hay que volver»

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