viernes, 10 de agosto de 2007

A los golpes

Mi viejo -visto por mi a la distancia- era un tipo que siempre vivió el presente sin miedo por lo que vendría. Y recuerdo que por el ‘68, cuando tenía yo apenas cinco años, trabajaba como recepcionista en el Amenabar, un hotel de poca categoría en el que conoció apasionantes historias de casadas infieles, chicas de la vida, y buenos muchachos atrapados por la insatisfacción de la rutina diaria... El caso es que un buen día decidió darnos una sorpresa a mis hermanas y a mi. El tipo había decidido -previo hablar con mi vieja- comprar un televisor a crédito. Era un Columbia de última generación de aquella época, obviamente monocromático (léase blanco y negro) con buscacanal circular, sintonía fina, control de vertical y horizontal, brillo, contraste y que se yo cuantas otras boludeces. El asunto es que fue una alegría indescriptible para mis hermanas y para mí porque ya no tendríamos que cruzarnos a lo de mi tio Tito a ver los dibujos animados; ahora podríamos pasar horas y horas frente a la pantalla en nuestra propia casa. Claro, nadie podía prever que a los dos o tres días lo echarían del laburo. Suerte que el tipo no era de desesperarse, lamentarse, o llorar por los rincones... para él la vida no era tan complicada... solía repetir un proverbio árabe que dicía más o menos así: «Si un problema no tiene solución ya no es un problema y si tiene solución mucho menos». Por lo tanto -en su caso- sólo tenía que encontrar otro laburo, y efectivamente, a la semana estaba trabajando en otro lado.
Pero volvamos al televisor... para ser sincero el Columbia no era la maravilla que le habían pintado. Al poco tiempo hubo que enviarlo al service. Una vez, y otra y otra más. Y ya después era como que, bueno, habían pasado unos años, y el televisor no podía durar una eternidad porque tenía una determinada vida útil. Que el Fly Back, que el tubo, que la sintonía... hasta que -como tantas familias argentinas que padecían el mismo síntoma televisivo- le agarramos la mano. Era frecuente que uno estuviera mirando una pelicula, serie, informativo o lo que sea, y por ahí el tele empezara a hacer rayas horizontales... entonces uno iba hasta la perilla correspondiente y daba vuelta para un lado y para otro y se empezaba a componer y se desarreglaba el vertical y agarraba la otra perilla y le daba vuelta para un lado y para otro hasta que más o menos se veía bien pero al poquito rato otra vez pasaba lo mismo, entonces se recurría al clásico «golpecito» en el costado, por lo general en el lateral derecho. Estos eran golpes de paulatino aumento de intensidad. Uno empezaba despacito y cada vez más fuerte hasta que por ahí se acomodaba la imagen del todo. Ya con el paso del tiempo, cuando el tele se había hecho inmune a los terribles golpes en el lateral derecho, era frecuente darle de un lado y de otro y la imagen, increiblemente, se acomodaba.
Así pasamos nuestra infancia entre dibujitos, películas, informativos y golpes al televisor... hasta que un buen día, allá por el ‘78; en plena dictadura y aprovechando que se venía el Mundial de Fútbol, se anunció que se comenzaría a transmitir en colores a través de Canal 7. Nosotros seguimos algunos años más con el viejo Columbia hasta que -como todos- accedimos a nuestro primer TV Color... y es como que parecía incríble no tener que andar a los golpes para que se viera bien. Nos llevó varios días acostumbrarnos. Casi que extrañabamos dar esos cachetazos al TV. Y pasaban los meses y seguía andando bien el muy guacho... a lo mejor era que nos resultaba extraño que algo funcionara bien por más del tiempo prudencial que uno espera habitualmente en este país.

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